Las cosas que llegan tarde no sólo están desfasadas, es que encima están mal.
No es sólo por el momento equivocado, es también por la intención tardía. Llegar tarde es reconocer, sin decirlo, que lo que sentíamos ya no está vivo. Que una de las partes se quedó caduca. Que lo que fue, ya no será nunca más.
Es como ver la luna llena, patrocinada por un sol que ya se va. Que se va tornando rojizo, atardeciéndose con el pasar de las horas para dar lugar a un escenario completamente nuevo.
Ir a destiempo es saber que eso está pasando y tú corres a toda velocidad porque quieres contemplar la hora dorada. Sin embargo, cuando llegas, ya no hay luz. E, inmediatamente, empiezas a castigarte con preguntas que esconden culpabilidad.
“¿Por qué no lo hice antes, cuando todavía podía?”
Pues porque no tuviste la suficiente voluntad de hacerlo. Y te toca analizar si realmente en algún momento quisiste hacerlo de verdad o sólo te engañaste.
Llegar tarde es pensar en un mañana que no existe, es retrasar la vida, ir en contra de los tiempos. Es perder libertad, porque uno es libre cuando tiene la posibilidad y la valentía de hacer lo que toca, cuando toca. Todo lo que se salga de ahí, yo lo llamo obligación. O lo que es todavía peor, descarte.
Generalmente la impuntualidad la solventamos pidiendo disculpas que, irremediablemente, el afectado siempre acepta. Pero la faena de verdad, la jodida, la que nunca encuentra solución es la impuntualidad vital. Ese momento en el que, llegando tarde, te llevas por delante años de construcción, sentimientos importantísimos y emociones que sostienen un proyecto. O varios.
El problema real llega cuando empiezas a dar donde ya no quieren recibir, cuando empiezas a llamar a un lugar en el que durante mucho tiempo se te esperó, y ahí empiezas a zarandearte de tu comodidad. Una comodidad que significó molestia para otros. Pero ahora ya es tarde.
Y entonces te entra la prisa, y quieres hacer todo lo que no hiciste. No llamas una vez, lo haces hasta agotar la batería. Y quieres asistir a todos los planes a los que se te invitó, y quieres abrazar a quien hace mucho tiempo que se despidió. Y te lamentas. Porque una de dos, o te resulta indiferente ya que nunca te importó (que lo dudo) o eres la persona más pringada del mundo en el momento en el que pierdes a gente que te quería por no hacer las cosas cuando debías.
El otro día me hice varias preguntas. ¿Cuánto vale un abrazo? ¿Y un beso? ¿Y la intención? ¿Y el perdón? ¿Y el arrepentimiento? ¿Y la osadía? Pues, en fin. No tengo ni idea. Pero creo que todas tienen la misma respuesta: DEPENDE.
Las cosas pueden valer TODO o NADA y dependerá del momento en el que lleguen. Así que tú decides.
Porque, a veces, deseamos decir te quiero al protagonista del funeral. Al que se ha ido para siempre. Y aunque no podamos cambiar las normas de esta vida, sí podemos desafiarlas entregando amor cada día, a pesar de todo.
Que nunca nadie pueda decirte eso de “A buenas horas” porque dejar las cosas para después, es pensar que vamos a vivir para siempre.
Raquel Ruiz Romero– Periodista