Habemus presidente del Gobierno de España. De poco han servido las plegarias a las puertas de Ferraz o las encomiendas públicas por parte de determinados cargos eclesiásticos. La voluntad de Dios todopoderoso se ha hecho realidad y su enviado terrenal al Reino de España ha resultado ser el divino Pedro Sánchez Castejón, otrora un rojo peligroso.
Como si de una profecía maldita se tratase, el que ya algunos habrán elevado a la categoría de anticristo tomaba forma de político y osaba -encima-, en pleno discurso de investidura, a anunciar ayudas del Estado para compensar a las víctimas de abusos sexuales por parte del clero. También manifestaba su voluntad de pedir la colaboración de esta institución en el reconocimiento del dolor causado y la puesta en marcha de medidas que en el futuro eviten que se repita la devastadora realidad que, hace tan solo unas semanas, quedaba retratada en un demoledor informe del Defensor del Pueblo.
Pero no ha sido la eclesiástica la única institución que aparcaba sus tareas internas pendientes durante largo tiempo para responder, solícita, a la llamada a filas de la derecha y de la ultraderecha. El poder judicial, entre otros, hacía lo propio y se afanaba en tomar tímidamente la calle y desacreditar jurídica y mediáticamente una ley, la de amnistía, que ni siquiera había visto aún la luz.
Al margen de la ironía que puedan despertar en más de uno las esperpénticas imágenes o el perfil de algunos de sus protagonistas, más propios de un casting berlanguiano que de cualquier realidad cotidiana, conviene señalar que los niveles de tensión de las protestas ante las sedes del PSOE y del Congreso de los Diputados han alcanzado límites que solo deberían sobrepasarse en la ficción de la gran pantalla.
Han sido muchos los ciudadanos que se han manifestado contra la amnistía. A ellos dedicó el candidato a la presidencia del Gobierno de España las primeras palabras de un discurso de investidura perfectamente estructurado. Más bien a parte de ellos. Solo a aquellos que se manifestaron “de modo pacífico” les mostró “su respeto por ejercer un derecho democrático y de participación”, para inmediatamente ubicar su disertación en el marco constitucional y poner en el foco a aquellos a los que se representaba allí en ese momento: los veinticinco millones de ciudadanos que también se habían manifestado en unas elecciones constitucionales amparadas por la ley.
El hoy ya investido presidente no volvería a hacer referencia al controvertido asunto catalán hasta que restasen algo más de veinticinco minutos para finalizar su discurso. Y este se desarrolló en la misma línea que comenzó, con una estructura binaria.
Pedro Sánchez hizo un permanente esfuerzo por dejar constancia una y otra vez de la legitimidad, la legalidad y la constitucionalidad del proceso electoral, de la futura conformación del gobierno y de cualquiera de los acuerdos alcanzados. Y, a medida que avanzaba en el cuerpo de su exposición, también lo hacía en esa estructura binaria y en los continuos antagonismos que presentaba su contenido.
El discurso, que empezó contraponiendo dos maneras de manifestarse (desde luego, no incompatibles), avanzó en una permanente exposición de contrastes entre el modelo conservador y el progresista, el de la derecha y el de la izquierda, el neoliberal y el social, las consecuencias de un tipo de medidas como las “austericidas” impuestas ante la crisis económica y las de “protección” negociadas frente a la crisis pandémica, el desmantelamiento de los servicios públicos y el fortalecimiento de Estado del bienestar, la intolerancia y la solidaridad, la crispación y el diálogo.
Hizo alusión directa y reconocimiento expreso a quienes, bajo gobiernos de opciones políticas reaccionarias e involucionistas, quedan convertidos en “chivos expiatorios”: feministas, sindicalistas, colectivo LGTBI, migrantes o ecologistas. También enumeró una serie de propuestas concretas, algo que no por obvio siempre ocurre en los discursos políticos. Entre ellas destacaron un nuevo Estatuto de los trabajadores, un Pacto de Estado por los derechos LGTBI y, en un claro mensaje a quienes aún agitan la bandera del agravio entre comunidades autónomas, anunció la condonación a todos los territorios de la deuda adquirida durante la crisis económica, léase más allá de Cataluña.
Se trató de un discurso profundamente ideológico que alertaba, con datos, del avance de la ultraderecha en el contexto mundial y que no sólo anticipaba lo que ya muchos apuntan hoy: la conformación de un gobierno más político y menos tecnócrata, sino que, quizás también, nos avanzaba un nuevo reto del líder socialista, el de poner en cuestión esa teoría que sostiene una evolución sociológica hacia una especie de “pensamiento diluido” en el que ya no existen derecha ni izquierda o como alguno proclamara no hace tanto “los de arriba y los de abajo”.
Y es que el protagonista del manual de resistencia que acaba de superar con nota (obteniendo mayor número de apoyos para el nuevo gobierno que para el anterior) la que, sin duda es una de las mayores dificultades en su carrera política, parece dispuesto a continuar el camino del aguante.
Aún pasará tiempo antes de que este episodio quede atrás, ya se sabe aquello de «cuando el dedo apunta a la luna…». Pero el conflicto catalán se diluirá de los encendidos debates en medios de comunicación, los informes jurídicos evidenciarán que una ley es legal. El odio y la agresión verbal abandonarán las calles para volver al Congreso y al Senado. La amnistía pasará a formar parte de la hemeroteca junto a otros pactos como el Majestic o el acercamiento de presos de ETA. Y, entonces por fin, podremos volver a ocuparnos de aquello que es importante para la vida diaria de cualquiera de nosotros.
Por el momento, hoy amanece un nuevo gobierno, que no es poco.