EDITORIAL
A palabras necias oídos sordos. Algo parecido al viejo refrán debió pasar por la cabeza del presidente del Gobierno en funciones para decidir no darse por interpelado por un fallido aspirante a presidente de la nación que, a su vez, no daba crédito ante el despropósito de verse -como él mismo afirmaba- protagonista de una especie de Club de la Comedia, más que de una sesión de investidura.
Eso, o quién lo sabe, dando por buena la sobrada actitud de autoconfianza que se le presupone, el líder de los socialistas quizás fue aún más allá en sus reflexiones y recordó la famosa cita de Mark Twain, para evitar descender a un nivel donde pudieran ganarle por determinada experiencia.
Cualquiera que fuese el motivo que llevara a Pedro Sánchez finalmente a no asumir en primera persona el proceso que concluye -o debe concluir- con la elección del jefe del ejecutivo español, la cuestión es que esta decisión le granjeó no pocas críticas.
Transcurrieron solo unos segundos desde la aparición de Oscar Puente, exalcalde y actual diputado en las Cortes por Valladolid, en el atril de la tribuna del Congreso cuando analistas y líderes de opinión -por descontado, la oposición en funciones- se apresuraban a dejar atrás años de improperios e insultos que han marcado uno de los periodos más crispados de la política nacional, para afirmar que este hecho simbolizaba la degradación institucional del momento.
Con el foco ya puesto en tal ofensa, quedaba absolutamente difuminado a su vez lo acaecido durante los días previos: la llamada del Partido Popular -FAES mediante- a la ciudadanía a tomar las calles contra un presunto acuerdo no acordado. O la insistente llamada por parte de destacados dirigentes populares, como el propio presidente de la Junta de Andalucía, a la insurrección de las filas socialistas ante su líder. Ni una cosa ni la otra consiguieron evitar lo que fue, de hecho, la crónica de una muerte anunciada.
“De ganador a ganador”, el interlocutor socialista asumió un durísimo cuerpo a cuerpo contra el líder popular Núñez Feijóo y se afanó, al más puro estilo Intxaurrondo, en evidenciar las contradicciones de su opositor una a una, empezando por la que le llevaba a aspirar legítimamente a la presidencia del gobierno a pesar de no contar con la mayoría parlamentaria y negársela por la vía de los hechos a él mismo en el consistorio vallisoletano.
Y es que son, precisamente, esas permanentes discordancias las que atrapan actualmente a los populares en la difícil convivencia de dos almas por momentos incompatibles, o en la necesidad de hacer compatibles mensajes y discursos que difícilmente encajan.
Es la evidencia del legado de un partido que en la oposición se echa a la calle a recoger firmas o a manifestarse y, sin despeinarse, cuando gobierna amordaza las protestas de la ciudadanía y los colectivos contra sus políticas con una Ley Orgánica. Es la hemeroteca de un partido que hoy clama por la igualdad pero que cuando esta avanza a través de leyes, recurre una tras otra al Tribunal Constitucional. Es la paradoja de llamarse constitucionalista y bloquear el cumplimiento de la Carta Magna en cuestiones tan esenciales para el normal funcionamiento de una democracia consolidada como la renovación de órganos constitucionales. Es el contrasentido de un partido que cree firmemente en el sistema económico del libre mercado pero que, cuando gobiernan otros, apela al más insólito de los intervencionismos por parte del Estado. Es un querer ser y no poder o un poder ser y no querer que tiene relación directa con la negativa a renunciar a su ala ultraconservadora ya escindida de facto.
Este proceso de autoimpugnación en el seno del Partido Popular trasciende a otros niveles de su estrategia política como el propio liderazgo, cobrándose víctimas pasadas, como Pablo Casado o inminentes, como el propio Núñez Feijóo. En el horizonte andaluz también asoma estos días una contrariedad, la de un presidente autonómico cuyo principal acierto, la moderación, lo elevó a gobernar con mayoría absoluta su comunidad, pero que estos días se ve abocado a competir en el radical terreno que le impone una seductora plaza, Madrid.