Incendio en la Carrera de San Jerónimo. Las primeras noticias.
No andaré con floreos retóricos. Una espantosa hoguera tiene estremecido y atribulado a todo Madrid.
Cuando terminaba la sesión de control al ejecutivo una espantosa trifulca tabernaria entre sus señorías originó una excesiva subida de temperatura que rápidamente propagó un incendio, prendiendo la mesa de la Cámara Baja, la tribuna de oradores y los escaños, además de las salas y despachos adyacentes. De inmediato se proyectaron hacia el cielo sendas columnas de llamaradas que duplicaban en altura el alzado del Congreso de los Diputados y sus destellos resultaban visibles más allá de la plaza de la Ópera y el Palacio Real.
Según testigos que en ese momento asistían a la sesión, en la que los excesos verbales y la crispación extrema continuaban siendo la nota dominante y subidos de tono desde hace ya demasiados años, los continuados insultos y las faltas de respeto hicieron de mecha para que definitivamente prendiera el combustible almacenado en el ambiente durante tanto tiempo. Años en los que se han proferido calificativos hirientes en lo personal, además de lo político, y que han actuado de detonante en esta tragedia. Se desconoce si hay víctimas entre diputados y diputadas, personas de administración y de servicios de la Cámara, periodistas o personas invitadas, presentes en gran número en atención a los importantes puntos del orden del día de la sesión.
Por eso hoy debo confesarles mi pesar. Sí, al menos yo me siento con esa necesidad, porque quizás debí hacer más patente mi hartazgo de quienes no hacen de la política el noble arte de la palabra, más bien del insulto, de la mentira, de la falta de respeto, generalmente usado por quienes no me gustan. No me gustan los que se predican infalibles, los salvapatrias, los que pudieron hacer y no hicieron, los que se ríen de los demás sin llorar por sus taras, los políticos y sus adláteres fabricantes de “fake” que no dudan en la criminalización consorte de una opositora condenándola hasta que ella demuestra su inocencia, los que dicen que todos son iguales sin siquiera haberse mirado de reojo al espejo, los entregados al poder por si algún día son invitados a su cena, los que etiquetan de ser de un lado o de otro sin conocer la suya, los displicentes y violentos con las que son mayoría y su género, los que no respetan nuestra memoria y el sufrimiento de tantas “desbandás”, los que enseñan a tener más y más y no a necesitar cada día menos, de los que gustan de meter la mano donde no deben y sin saber si luego la podrán sacar, a pagar por algo que no lo vale solo por la promesa de ponértelo en tu casa para tu comodidad, las etiquetas de los productos de bajo precio allá de los mares que nos engañan a todos para beneficio de los de siempre, los que trituran por seguir contando la verdad y los que te amenazan con pasarte algo nada bueno si persistes en decirla, las que solo conciben la libertad con una caña en la mano y sin un libro en la otra, de los que se consideran independientes pero a la vez sumisos de un sueño que solo es para unos cuantos, de los que inmatriculan pero no matricularon ni conocieron de los abusos cometidos con los nuestros, de los inmorales dueños del predicamento de la moralidad, de los emigrantes de entonces que ahora no toleran a los inmigrantes de hoy, o de los que desconocen el camino que otros anduvieron, ni del que deben andar.
El incendio está en su apogeo y la sede de la soberanía nacional, gloria de España, puede darse por perdida.
Amigas y amigos, deben saber que soy un bisoño principiante en este noble arte de la escritura, que no de la lectura. Quiero que sepan que esta columna está inspirada en un artículo publicado en El Liberal, que escribió el periodista Mariano de Cavia, el 25 de noviembre de 1891. Él fue uno de los grandes periodistas españoles de finales del XIX y principios del XX y relató una crónica del presunto suceso del incendio del Museo del Prado debido al mal estado de sus instalaciones, tan dramático como falso. Detalló el desastre con tal realismo, como escribió “(..) que semejaban luminosos residuos del espíritu de Velázquez, Murillo, Rafael, Rubens, Tiziano, Goya, …”, relatando como algunos testigos se jugaban los bigotes en un intento desesperado de rescatar algunos lienzos para la posteridad. Hasta incluso las heridas sufridas por el ministro de Fomento que acudió con toda presteza al lugar de los hechos para ayudar en las tareas de rescate. ¡Siempre un ministro de Fomento cerca!
Pues bien, sepan que el artículo terminaba con una llamada a sus amigos lectores y al director del medio diciendo “creo que para ser esta la primera vez que ejerzo de reportero no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos… que pueden ocurrir aquí el día menos pensado. Tuyo. Mariano de Cavia”.
Esos sucesos nunca ocurrieron, a pesar de las deplorables condiciones en que entonces se mantenía el museo. Pero ese artículo, y el impacto que tuvo -porque muchas personas quedaron tan impactadas que no terminaron de leer completa la columna- fue tal que movilizó al ministerio y sus autoridades dispusieron una batería de medidas que contribuyeron a paliar en cierta medida las amenazas tantas veces denunciadas.
Al día siguiente publicó un artículo con el siguiente titular “Por qué he incendiado el museo de pinturas”, dejando claro en qué consistía su denuncia y hacía referencia a varios monumentos y sus archivos que sí habían sido pasto de las llamas. Podrían ser en nuestro caso el edificio y los archivos del fondo de la antigua Parroquia de San Roque de Sevilla en 1759.
Desde luego, lejos de mi esperanza que por esta columna nuestros representantes políticos adopten medidas que vengan a rebajar el tono irrespirable en que se ha convertido la política en nuestros días, dando cabida de soslayo, como quien no quiere la cosa, al desmontaje de una parte importante de las políticas públicas de las que tan orgullosos nos hemos sentido, al menos algunos. Ya me gustaría.
¡Habrán comprobado que no es necesario faltar al respeto para expresar nuestro parecer! Siempre dice más cosas quien más tiene que decir que quien más las grita.
Espero que tan insigne escritor y periodista sepa disculpar el atrevimiento de mi escritura novel y considere un homenaje a su pluma haber tomado su argumento como motivación central para esta columna y prestado su titular y entradilla.
Para quien tenga curiosidad en conocer o profundizar en el referido evento del Museo del Prado sepa que dispone de documentación muy amena en la Biblioteca Nacional, que incluye la reproducción de la edición de 4 hojas del periódico El Liberal.
Para terminar, está en ciernes la celebración de un nuevo aniversario de la II República, el 14 de abril, y me permitirán que les proclame dos afirmaciones: una, que para mí el 14 de abril siempre irá por delante del 18 de julio, y dos, que me gustaría poder elegir a todas las autoridades del Estado, sobre todo a la primera.
Luis Miguel Jiménez Gómez
Economista