Una medida que llevaban aplicando varios socios europeos desde hace meses para permitir la entrada en su territorio se hace patente en nuestro país tras meses de ausencia y petición por parte de las CC.AA
El turismo ha sido una traba inequívoca para no implementarla en nuestro país, ya que podía lastrar el turismo; un sector clave de la mayor potencia europea de sol y playa, pero ya habiendo dejado esta atrás una temporada perdida se ve más que un reclamo de sentido común: una necesidad imperiosa.
A día 10 de noviembre, que en España no se requiera un test PCR para la entrada en nuestro territorio cuando las comunidades están cerradas a cal y canto y no permiten el tránsito entre sus municipios era algo más que político y estratégico: algo de sentido común.
Alemania lleva tiempo pidiéndolo a ciudadanos de otros países del espacio común, y no ya de las últimas 72 horas, sino de las 48.
En España han caído las entradas de ciudadanos europeos casi un 80%, casi lo mismo que el sector turístico que ha visto ese recorte en sus previsiones con respecto al pasado curso. Algo tan evidente debería haber sido clave para mantener a salvo no solo ya la salubridad de las personas que habitan el país, sino una medida del país más afectado por la pandemia en toda Europa.
La medida supone no otra cosa que reconocer que en España no hemos estado exentos de vías de transmisión condicionadas por el clima, más allá del buen proceder de la población y de las medidas tan estrictas acordadas tras más de 3 meses de confinamiento. Ahora se abre una nueva etapa para evitar controlar la pandemia en sectores muy castigados como la hostelería y turismo, que viven los años más tristes de su historia.
Canarias ha casi despedido el año con su peor cifra desde que se contabilizan y con una emergencia en términos de inmigración ilegal hasta no saber dónde alojar a casi mil llegadas diarias.
Muchos establecimientos a los que golpeó la crisis del ladrillo se han visto obligados a cerrar, los muchos se cuentan ya por cientos o miles. De estos, discotecas tan emblemáticas como Joy Eslava en Madrid, que ha resistido más de 40 años o bares míticos por antonomasia como el Bar Manolo en Sevilla, abierto hace más de 80 años han visto sus últimas horas estos días.
En la Costa del Sol, también se está notando el paso de la pandemia al recibir el verano a medias con ocupaciones que fueron eso, a medias. Vivir una despedida del verano que debería haber sido dentro de las cifras «aceptables» pero que han resultado en acabarlas con casi ocupación cero. A estas cifras solo se le puede ver un horizonte gris, que a grupos inversores grandes pueden suponerles aportar capital para salvar sus empresas, a otros más pequeños les supone el cierre y la ruina en términos inversores.
Financial Times vaticinaba hace unos días que las grandes dificultades que tendría la economía europea para hacer frente a los préstamos ya concedidos serían, sobre todo por los pequeños y medianos inversores, ya que muchos están abocados al cierre debido a su no actividad. A su vez hacía incidencia a los préstamos personales de trabajadores y empresarios que en estos últimos años tendrían pendiente con los bancos. Sin ingresos está claro que nadie podrá hacerles frente. Con un horizonte con un paro creciente se hace visible que las ayudas a economías domésticas que abrazan el paro y acostumbradas a «vivir al día» ir al traste con estas acarrean un incremento de la morosidad que al final arrastrará tanto a bancos como a los sistemas económicos de los países que sustentan el estado del bienestar.
El gran rescate que en la crisis del ladrillo asomaba en estas condiciones parece no ser viable, ya que más se asemeja al «big crunch» o «teoría de la implosión» en términos cosmológicos. En cosmología significa que después de una gran expansión, las fuerzas se equilibran y vuelven al estado inicial. Eso significa una gran contracción, como la que vamos a vivir en los próximos meses.