«Cada biblioteca es única y, como alguien me dijo alguna vez, siempre se parece a su bibliotecario. Admiro a esos cientos de personas que aún confían en el futuro de los libros o, mejor dicho, en su capacidad de abolir el tiempo. Que aconsejan, animan, urden actividades y crean pretextos para que la mirada de un lector despierte las palabras dormidas, a veces durante años, de un ejemplar apilado en una estantería. Saben que ese acto tan cotidiano es en el fondo-levántate, Lázaro-la resurrección de un mundo.» Irene Vallejo, El infinito en un junco.
El mayor homenaje reciente que se le ha hecho al libro, su origen y su historia, lo ha dado Irene Vallejo en «El infinito en un junco», un libro que más que ensayo, se podía definir como una historia de amor, romanticismo en estado puro, belleza suprema. Vallejo reserva un pequeño espacio en su ensayo para alabar al gremio al que pertenezco, el de bibliotecarias y bibliotecarios y nos homenajea de esta forma tan bella que cito al comienzo de mi artículo.
La imagen del personal de las bibliotecas, sobre todo en nuestro país, sigue arrastrando un gran desconocimiento, arrastra signos que, a mi entender, son muy dañinos para la profesión. Gran parte del imaginario colectivo, sobre todo, y evidentemente, la gente que no acude nunca a las bibliotecas municipales nos sigue viendo como seres grises, enfadados, absortos en su lectura, preferiblemente mujer con gafas y, como no podía ser de otro modo, dirigiendo su dedo a los labios y pidiendo silencio con la onomatopeya más horrible de todas «shhh».
El próximo julio cumpliré veinte años ininterrumpidos como bibliotecario municipal. Veinte años luchando contra ese imaginario dañino que, si bien en su momento sí tuviera alguna razón de ser, hace ya mucho que la perdió pues la profesión, a lo largo de las últimas décadas, ha dado un giro radical convirtiendo a las bibliotecas en templos culturales del saber de los pueblos o los barrios de las ciudades, lugares de encuentro donde la gente se reúne en torno a un elemento fundamental: el libro.
Esto sí que no lo podemos olvidar. Aunque las bibliotecas cada vez más amplíen su campo de acción, jamás deben olvidar que su mayor tesoro, su principal motor es el libro. Porque para eso nacieron y es su finalidad fundamental. No sólo custodiarlos sino hacer del libro un objeto accesible y acercar la lectura a la comunidad más cercana. Pocos espacios hay más democráticos que las bibliotecas municipales.
Como indicaba arriba, la profesión ha cambiado mucho a lo largo de estos veinte años, incorporando nuevos servicios que han ido naciendo en la imaginación del personal en su necesidad de reinventarse y también impulsados por las tecnologías. Sin embargo, hay un trabajo, una función que, a mí, como bibliotecario, es de las que más me gustan y es establecer contacto con la persona usuaria que viene a buscar algo, esa persona que quiere leer y no sabe qué quiere, qué busca, ese diálogo que se produce, una pequeña entrevista en la que, como profesional, empiezas a desentrañar sus gustos potenciales y cuando ya lo tienes más o menos claro… ¡bingo! Salta en tu mente el libro preciso para esa persona concreta. A veces se falla, pero la mayoría de las veces se acierta y es todo un subidón de alegría cuando esa persona vuelve, entrega el libro que tú le recomendaste, te da su opinión positiva y te pide por favor que le des algo nuevo. Esta parte de mi tarea, esta parte de mi profesión es sagrada y mágica, no la cambiaría por nada.
El libro es nuestro objetivo, nos debemos a él, lo cuidamos, lo mimamos y, sobre todo, intentamos que sus letras cobren vida en los ojos de la comunidad a la que servimos. El libro como objeto único, un objeto que permanece ligado a la historia de la humanidad durante siglos, un objeto hermosísimo y cargado de misterio, uno de los pocos objetos vivos, pues portan una historia, un mundo dentro.
Soy bibliotecario convencido, feliz de la profesión que un día elegí, entregado a la magia que regalan los libros, desde su tacto, hasta su olor, hasta el sonido de sus páginas al pasarlas. Soy bibliotecario porque un día, con ocho años, mi maestra Eloísa leyó en clase los «Cuentos para jugar» de Gianni Rodari, porque en mi primera juventud cayó en mis manos «La historia interminable» de Michael Ende y aún me tiene soñando; soy bibliotecario porque mi madre leía a Gala en los noventa y yo me escondía en la azotea a leer los libros que tanto fascinaban a mi madre. Soy bibliotecario porque descubrí que Lorca me hace volar, que Juan Ramón me hace vibrar, que García Márquez es un genio, que Spanbauer me araña el alma, que Rosa Montero me hace pensar; que, si García Montero siempre me arranca unos suspiros, Gloria Fuertes me arranca montañas ingentes de nubes con forma de sonrisas, incluidas algunas tristes.
Soy bibliotecario porque no podría haber sido otra cosa, porque adoro ser cancerbero de los libros, custodio onírico del saber, guardián de historias. Soy bibliotecario porque he hecho del libro, no solo mi medio de supervivencia (la lectura me salva) sino mi medio de vida y de sustento y eso es absolutamente maravilloso. Por eso, hoy, celebro al libro, porque a él me debo, de él me alimento, con él sueño.