Victimismo, egocentrismo, egolatría, egoísmo, irresponsabilidad, hipersensibilidad personal… Han sido muchas y diversas las valoraciones que ha suscitado el inevitable paréntesis que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha impuesto en el país al tomarse unos días de reflexión.
Se trata de un impasse más emocional que cualquier otra cosa. Parece difícil que el normal funcionamiento del país se vea afectado por cinco días. Sin embargo, la decisión concede aún más argumentos a quienes auguran una catástrofe -fruto del socialcomunismo gobernante- que nunca termina de llegar. Quizás, deberían ser relevantes los índices objetivos que marcan la evolución de un país en términos, por ejemplo, económicos o de empleo, para sostener determinados argumentos. Lamentablemente, una sociedad inmersa en el permanente ruido mediático tiene serias dificultades para valorar estos parámetros.
Entre los análisis que estos días proliferan, subyace una cuestión no menor que tiene que ver con la línea que debe separar la vida personal y la institucional de un político. Hasta dónde deben ser visibles sus sentimientos o hasta dónde las emociones pueden condicionar el desempeño de su labor pública. Es curioso que este planteamiento solo encuentre cabida en un caso en que pareciera que los sentimientos han terminado por ganar la batalla a la institucionalidad y no al contrario.
Existe un verdadero reguero de políticos afectados personalmente hasta niveles inimaginables por una opinión pública que clamaba por la pulcritud institucional, pero que era absolutamente ajena a los fines con que su legítimo clamor era utilizado. Familias enteras y su entorno más cercano han sufrido, de forma injusta, el escarnio público, sin que su honor haya sido restituido con posterioridad. Existen casos incluso de detención policial, en presencia de unos hijos menores aterrorizados, por procesos judiciales que han terminado en archivo o absolución. Son estos casos, en los que la pulcritud institucionalidad debía quedar por encima del daño personal (aun tratándose de una absoluta falacia), cuando el debate público estuvo llamativamente ausente.
La secuencia está perfectamente implantada: un medio de comunicación lanza un bulo al que le sigue la apertura de un proceso judicial. A partir de ahí, la crispación política está servida. Se persigue destruir la imagen del político en cuestión (y su proyecto), generar un clima irrespirable y revertir la decisión ciudadana que, con sus votos, ha elegido a quién poner al frente de la política local, autonómica, nacional… Efectivamente, la presunción de inocencia es inexistente y, como muchos apuntan, la democracia está en serio peligro. La pregunta sería si podemos hacer algo para combatir esta suplantación, más allá de lamentarnos por un molesto contexto en el que culpamos a políticos mientras justificamos a quienes verdaderamente mueven los hilos de la opinión pública y la dilación jurídica.
La veda de la cacería descarnada está más abierta que nunca y la presa rara vez sale viva. La muerte prematura del político es una realidad actual frecuente y, no nos engañemos, esto tiene consecuencias directas en la vida del ciudadano. Ser político hoy es sinónimo de morir antes de tiempo, antes de consolidar un liderazgo y llevar a cabo una mínima gestión. En muchos casos, antes incluso, de ni tan siquiera asomar la cabeza.
En política, se hace referencia de forma recurrente a la frase atribuida a Alfonso Guerra -que él desmiente- “el que se mueva no sale en la foto.» Hoy no es necesario moverse mucho para no aparecer en la instantánea. En España, ese país sin medias tintas, hemos pasado de la necesidad de regeneración política y del más que oportuno relevo generacional de la vida pública, al más efímero de los liderazgos políticos. Hagan un rápido ejercicio mental de repaso por la foto reciente: Tania Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera, Susana Díaz, Carolina Bescansa, Inés Arrimadas, Alberto Garzón…
Sería interesante en este momento profundizar en la relación entre liderazgo, consolidación política y estabilidad institucional. Entre los tipos de liderazgo están los que se construyen, con limitaciones evidentes, y los innatos. A ambos, por una cuestión de certeza universal, les llega un día la muerte. Debería ser relevante el legado objetivo que cada líder deja construido antes de extinguirse política o socialmente. Lamentablemente, una sociedad inmersa en la sobreinformación presenta cada vez mayor dificultad para discernir lo relevante de lo banal.
En el caso de Pedro Sánchez, es incuestionable que su liderazgo es algo extraordinario en los tiempos que corren. Su personalidad política ha dejado poco lugar a la apatía. Su trayectoria en el seno interno de su partido y en el ámbito más institucional ha levantado pasiones encontradas que han transitado entre el amor más incondicional y el odio más visceral. El hecho de que haya sido capaz de sobreponerse y ubicarse una y otra vez al frente de cada proyecto político ha contribuido a la construcción de una imagen fría y calculadora que, desde luego, contrasta con una de las etapas de mayor impulso legislativo en cuanto a políticas sociales.
Es esta imagen la que estos días impide a tantos relacionar su decisión con un momento delicado emocionalmente y es la resistencia de su liderazgo la que, desde el comienzo de su mandato al frente del país, ha provocado una creciente beligerancia y agresividad con el único objetivo de tumbarlo y aparcar su cadáver político donde otros tantos yacen ya.
No es un secreto que Pedro Sánchez está tocado, su propio partido lo reconoce públicamente. Mañana sabremos si también hundido.