Hubo un tiempo en el que era necesario levantarse del sofá, caminar unos pasos y pulsar un aparatoso botón para cambiar de canal. Elegir el contenido que una familia quería ver en la aún pequeña y abombada pantalla del televisor requería de un mínimo esfuerzo, por limitado que fuera el abanico de opciones disponibles.
Leer las noticias implicaba salir de casa, acercarse al quiosco de prensa del barrio y comprar aquellas enormes páginas de papel, en algún caso unidas por el detalle de una grapa.
Hoy, el mínimo esfuerzo se ha minimizado aún más y, para estar al día de aquello que acontece real o imaginariamente, ni siquiera es necesario erguirse. La información se consume en horizontal y en una pantalla táctil que ya es casi un apéndice más de nuestros cuerpos. La individualización de la sociedad forma también parte del acto de informarse: lo hacemos en solitario, a través de nuestros dispositivos personales y, posteriormente, compartimos información y desinformación en redes sociales y grupos de WhatsApp.
La diversidad de opciones se ha multiplicado de forma exponencial: canales generalistas, temáticos, plataformas, podcasts… La información digital fluye viral a través de incontables formatos. La desinformación también.
A la vista de la proliferación de bulos y de contenidos falsos que nos hacen consumir y digerir lo imaginario como real y viceversa, podríamos concluir que existe una relación inversamente proporcional entre la mayor accesibilidad a la información o la cantidad de canales disponibles y una ciudadanía informada verazmente.
Estamos ante un debate complejo al que se le suma un factor que preocupa a expertos sociólogos y profesionales de la educación y la salud: los adolescentes. No en vano, la información fluye también libre y accesible para aquellos que se encuentran en plena conformación de su identidad y su conducta. Resulta de gran interés la conversación que hace años surgió en el ámbito educativo sobre el nuevo papel de un docente que, no solo había dejado de ser el emisor exclusivo de los contenidos formativos, sino que además, perteneciente a una generación analógica, debía formar a individuos nativos digitales. Las conclusiones, en un amplio espectro, abogaban por un rol futuro más cercano al de un docente que instruya sobre dónde encontrar fuentes de información correcta y cómo discernir si la calidad de los contenidos alcanza un nivel óptimo o no.
Lamentablemente, no parece que esta discusión, que ya dura más de una década, haya sido demasiado productiva en cuanto a conclusiones compartidas y medidas impulsadas.
Un actor clave en esta controversia es, sin lugar a duda, el sector de los medios de comunicación. Los profesionales de la información, no exentos de amor propio, se han visto interpelados en una semana que arrancaba con la posible dimisión del presidente del Gobierno que confesaba sentirse afectado en lo personal por quienes generan y distribuyen noticias falsas y terminaba con la celebración del Día Mundial de la Libertad de Prensa, pasando por el acontecimiento histórico que ha supuesto para el gremio el fallecimiento de Victoria Prego, una periodista referente de la información veraz en un momento político clave de nuestro país.
La realidad es que ni estudios sociológicos, ni informes académicos, ni el código ético de comunicadores y medios -que hacen la guerra por su cuenta- han conseguido frenar, en plena era de la información, la ola de desinformación imperante en una sociedad noqueada por el enloquecedor tráfico de contenidos.
Pero, el derecho constitucional de la ciudadanía a una información veraz trasciende, o debería hacerlo, de gremios y sectores. Quizás, deberíamos evitar llevarnos a engaño. Sería oportuno reconocer que lo que subyace estos días tras un debate público trascendental es si los Estados deben o no tomar medidas e interceder en un asunto, a todas luces, rentable para algunos y devastador para muchos.
De nuevo, un Pedro Sánchez estratega para unos y perverso para otros ha conseguido poner en el centro de atención de todo el país un tema incómodo. El hecho de que, además, no haya propuesto todavía medidas concretas podría evidenciar su intención de prolongar el debate y medir unos tiempos que siempre terminan por beneficiarle políticamente.
Resolver no será fácil para un gobierno al que la oposición acusa de intervencionista cuando actúa y de incompetente cuando no interviene en cuestiones tan intervencionistas como el precio de la energía o los productos de primera necesidad.
Actuar para garantizar la veracidad de la información y respetar la libertad de expresión o dar rienda suelta al bulo es hoy un asunto de Estado que debería ocuparnos a todos.
Doy una idea: Qué tal si mentir en el congreso de los diputados fuera delito? Igual que cometer perjurio en un juicio. Incluidos los insultos, no puedes llamar hijo de puta a alguien si no demuestras que su madre ejerce la prostitución. No puedes decir a una ministra que es ministra por que su pareja es vicepresidente y así todo.
Si algo dices fuera de la cámara y no lo dices dentro es que dudas de su veracidad, eso te puede dar una pista. Y el «delito» que sea castigado con quitarte el acta de diputado.