A finales de los 90, una parte considerable de españoles se sentaba en el sofá al final del día para adentrarse, conducidos por Javier Sardá, en la más marciana de las crónicas.
Uno de los espacios más vistos de la historia de la televisión española nos descubría, como si de un tipo concreto de especie humana se tratase, toda una serie de perfiles que, lejos de interpretar un papel, proyectaban públicamente sus extravagantes comportamientos cotidianos. Una forma de ser y estar en el mundo en la que, por otro lado, también profundizaría el gran Jesús Quintero desde un singularísimo estilo.
Los integrantes de esta nueva tribu televisiva invadieron nuestras vidas sin que reparásemos en los límites morales de una exhibición que causaba tanta estupefacción como risa.
Tal vez reímos por encima de lo éticamente correcto. Quizás obviamos que tal excentricidad podría ocultar historias de vida desestructuradas o incluso, quién lo sabe, el drama de la enfermedad mental.
Fue así como la sociedad del momento tarareó el No cambié de Tamara, se movió al ritmo de Leonardo Dantés y su Baile del pañuelo y observó en prime time cómo un perejil o un racimo de uvas colgaban de la oreja de un señor llamado Paco Porras. También, como no, reímos contagiados de las carcajadas de Risitas o de Peíto y su eterno “Cuñaooo…”.
Inolvidables años que quedaron muy atrás. Pero, de la misma manera que la moda es cíclica y, pasado el tiempo, aquel trapo desechado por anticuado en el olvido de un cajón vuelve a ser el más top de todos los estilos, hoy el frikismo ha vuelto. Como si de una venganza poética se tratase, asistimos a tiempos inquietantes protagonizados por el retorno de perfiles perturbadores, esta vez, disfrazados de políticos.
Yurena y su inseparable madre, Margarita Seisdedos, ya no ocupan programas de máxima audiencia, pero un señor casi salido del mismo salón de estética luce pelazo de abuela, inamovible y lacado y, recién llegado de Argentina, en plena gira mundial, le susurra al micro «Yo soy el león», menea sus caderas y grita “¡Libertad, carajo!”. Mientras, en la capital de España, el Baile del pañuelo, en honor a su creador, se ha tornado una suerte de dantesco chotis nupcial. Como antaño, unos permanecen estupefactos, otros aplauden, bailan y carcajean a mandíbula batiente.
La enfermedad mental, comparada con las consecuencias genéticas de la endogamia de sangre azul, está sobrevalorada. La triste realidad de las familias desestructuradas se mezcla viral con el legado rosa de los Grandes de España.
Los frikis han tomado el control y, esta vez, ríen más y mejor. Hasta rugen desde altos púlpitos. La moda del reality show va quedando atrás a medida que el true crime se abre paso.