Si nos preguntásemos qué tienen que ver Donald Trump, António Costa y Mónica Oltra, a priori, concluiríamos que muy poco más allá de su dedicación política. Sin embargo, si lo pensamos bien, podríamos también deducir que son el resultado de un tiempo político.
La vorágine de los días que corren nos deja una impresión mucho más efímera del tiempo transcurrido, pero la realidad es que hace ya muchos años -quizás demasiados- que la política en nuestro país y también en el contexto internacional sufrió un profundo cambio.
Quienes, en un principio, se presentaron como una nueva generación de aspirantes a gestores públicos de nuestras vidas, con la bandera de una revolución orientada a hacer de la política una impecable conducta ética y moral, han terminado por provocar un efecto perverso.
Una trampa de la que hoy pocos se salvan. En la era de la sobreinformación, pocas cosas pueden destacar si no son convertidas, contra viento y marea, con razones de peso o sin ellas, en un escándalo político de primer nivel. En la era de los dircom y los asesores gurús, la estrategia ha asfixiado al común de los sentidos.
La prometida trasversalidad, la deseada participación ciudadana, la mayor horizontalidad de los cargos en la estructura de los partidos y la aclamada rendición de cuentas, analizadas desde la perspectiva actual, han resultado ser necesidades creadas en la sociedad para, a todas luces, vendernos un producto defectuoso envuelto en papel de regalo con lazo incluido.
Muchos ya ansiaban la vuelta al bipartidismo, pero el camino de retorno está resultando difícil y angosto. La vieja y denostada política se ha contagiado de la nueva enfermedad mediática y es, de facto, ese producto que quisimos consumir desde el sofá, zapeando entre reality y cutrez televisiva.
La honestidad de quienes, disparados a bocajarro por algún escándalo precocinado, consideraron necesario apartarse y, aun siendo conscientes de su inocencia, dejaron que la justicia actuase, están muertos. Su inocencia era real, también en su acepción de ingenuidad. António Costa y Mónica Oltra se metieron un gol en propia puerta y fueron sustituidos por sus adversarios políticos, que ya jugaban en otra liga. Donald Trump, el gran magnate de la comunicación, es alumno aventajado y cuenta con muchas probabilidades de volver a la presidencia de los EE.UU.
La prometida transparencia es ya una suerte de autoboicot que va dejando atrás a toda una generación que venía a regenerar. Los políticos de hoy corretean, unos detrás de otros por los pasillos de las Cortes Generales, entre escándalos familiares y presuntas corrupciones. En el tablero solo faltaba un elemento: una justicia caducada que, además, juega caprichosamente con sus tiempos. Ciertamente, en el comportamiento de unos y otros existen matices no menores que quienes gobiernan se esfuerzan en exponer sin demasiado éxito hasta ahora. El espectáculo está servido y, probablemente, cuando este haya terminado solo quedará tierra baldía.