Hace algunos años, me hubiera gustado saber que, aunque siguiera los pasos que me habían establecido, no iba a conseguir el éxito. O al menos, lo que me habían contado que era el éxito.
Cuando era pequeña, solíamos jugar mis amigas y yo, a dibujar en un papel la edad a la que nos casaríamos, los hijos que tendríamos y la forma que tendría nuestra casa. En aquel momento, tener 27 años era rozar la vejez.
¡Cómo cambia la historia cuando tienes 27 años!
Anduve el camino que habían dibujado para mí, me esforcé incansablemente en estudiar y leer, en proyectar una educación exquisita, en forjar mi vida en base a valores que un día me otorgarían notoriedad y no siendo suficiente con eso, puse mi empeño también en ampliar mi campo de visión para respetar al que no siguiera el mismo sendero.
Supuestamente así, estaría construyendo una vida cómoda y factible en este mundo hostil. Me hubiera gustado tener consciencia en aquel momento para saber si realmente me importaba tanto la comodidad o, por el contrario, iba a preferir una vida ligeramente más incómoda pero ajustada a mi propia mentalidad.
De lo que nunca nos habían hablado es de la tremenda frustración que uno siente cuando cae su castillo de naipes. Vas observando cómo se desvanecen uno a uno, en función de los años que vas cumpliendo. Dejas de creer en todo aquello que un día habías soñado, como por ejemplo conocer el verdadero amor que habías visto en tus padres toda la vida, o comprar la casa de tus sueños. Todo eso lo sustituyes por alquileres compartidos en los que debes elegir si vivir en un quinto sin ascensor, un bajo con humedad, o poder llegar a fin de mes. Y, socialmente, empiezas a normalizar conceptos como Ghosting, responsabilidad emocional, toxicidad, contacto cero y otros tantos del estilo que, sinceramente, no han hecho más que actualizar lo que ya existía. Solamente que antes la división era más fácil, tenías o no tenías valores.
En época de crisis, el ser humano inventa términos para justificar lo impensable. Y ojo, tener valores no te exime del error, pero te hace ser consciente de él. Hoy en día, para colmo, nos tienen que decir dónde, cómo y cuándo nos hemos equivocado porque estamos tan centrados en mirar nuestro ombligo, que, si no fuera por eso, jamás lo veríamos.
Hoy nos llaman la generación de cristal por nuestra poca tolerancia a la frustración, pero ¿Cómo deberíamos llamar nosotros a esos adultos que nos dieron las instrucciones equivocadas? O es que quizás, nos contaron todo lo que sabían porque antes, aunque también existían las dificultades económicas, la vida era un poquito más real.
Ahora tenemos que emplear mucha imaginación y apariencia, y aparentar nos cuesta mucho dinero y mucha pérdida de identidad.
Cada uno que elija cómo quiere vivir, lo positivo del avance es que todo es relativo, por suerte o por desgracia, ya todo vale. Pero no nos equivoquemos, los rebeldes de verdad, los que siguen desafiando las normas, son aquellos que se aferran a su realidad por encima de lo que dicte la moda momentánea.
Todavía existimos personas que vamos a muerte con el amor, con los valores, con hacer las cosas bien. Porque sabemos que vivimos en época de crisis, que la vida es otra cosa, pero que pase lo que pase, nuestro cultivo interno es y siempre será rico. Dicen que una persona es diferente cuando, mirando hacia donde todo el mundo mira, ve lo que nadie más ve.
Yo ahora sé, que para mirar donde todo el mundo mira, primero debo mirar dentro de mí. Y cuando todo está en orden, entonces sí, empiezo a observar lo que me rodea. Porque uno no puede escapar de su generación ni de la sociedad en la que vive, pero desde luego, sí puede elegir lo que no ser entre una multitud que levanta el dedo acusatorio cada vez que no aplaudes a la mayoría.
Ese es mi éxito. Raquel Ruiz.