Imaginen por un momento que la portavoz del Gobierno de España, Pilar Alegría, o el propio presidente, en comparecencia pública, sostuviese que la ley de Amnistía ha sido el resultado de un proceso de intermediación divina.
Imaginen, si no, que la batería de recortes anunciada durante aquellos que pasaron a la historia como “los viernes negros de Rajoy”, la decisión de su Gobierno de subir la práctica totalidad de los impuestos o el remate final del rescate a la banca, fuesen presentados durante una atención a medios de comunicación como una recomendación papal o, peor aún, un castigo de Dios.
En el primero de los casos, las carcajadas, a mandíbula batiente, llegarían a Roma. En el segundo, probablemente dependería de si M.A.R., Miguel Ángel Rodríguez, hubiera estado detrás de la estrategia comunicativa.
El fuerte arraigo que la religión cristiana ha tenido a lo largo de la Historia en nuestro país es de sobra conocido y estudiado, también la influencia que la iglesia católica ha ejercido sobre gran parte de la vida privada y pública de la sociedad.
Si bien la Constitución española garantiza un marco jurídico que propugna la libertad religiosa e impide que pueda prevalecer discriminación alguna por esta causa, la realidad es que vivimos bajo un Estado aconfesional algo sui géneris. La aplastante preeminencia de la religión cristiana y la hiperpresencia pública de sus altos cargos por encima de cualquier otra confesión o de la propia ausencia de todas ellas inevitablemente nos lleva a reflexionar sobre las delgadas líneas que, en el devenir de la Historia, los dirigentes públicos y los responsables políticos han sobrepasado, otorgando una gran ventaja a la iglesia para gestionar asuntos cotidianos de la vida no sólo de sus fieles, sino del reto de ciudadanos.
Algo, por otro lado, que no debiera tener connotaciones negativas, más allá de las que presenta quien que cree en un Estado de derechos suficiente y robusto que trascienda de la caridad o en la libertad de decidir qué moral y qué conductas imperan en su vida privada, sin ser juzgado por una institución cuya reputación en cuanto a conducta y moral no pasa por sus mejores momentos.
Al margen de todo ello, ¿quién, bajo la herencia de generaciones y la huella de la cultura popular no ha cantado en el patio del colegio aquello de “que llueve, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, la luna se levanta? ¿Quién no ha visto a un político, de derecha y de izquierda, desde los más divinos palcos, persignarse ante el paso de una procesión? ¿Quién en un momento de máxima desesperación, no se ha encomendado a Dios padre, Dios hijo y Dios Espíritu Santo?
Lo queramos o no, la realidad es que hoy para bien o para mal, es difícil apartar por completo esta presencia de nuestras vidas. Y son los políticos, en su responsabilidad por cumplir con la ley y en su compromiso por respetar la heterogeneidad de una sociedad diversa, quienes debieran respetar unas líneas hoy difusas.
Pero, lejos de aquello que algunos intencionadamente defienden sobre la posibilidad de que la actualidad nos esté llevando hacia una sociedad exenta de ideología, el comportamiento de unos y otros partidos políticos, evidencian lo contrario. Y, no es un secreto, que los partidos conservadores con el Popular a la cabeza han mantenido, históricamente, estrechos lazos con Dios y su cúpula terrenal.
En su profunda fe, el Partido Popular ha llegado a confundir responsabilidad con devoción y ha superpuesto la voluntad divina a la gestión política. Entre sus líderes han emergido figuras como la popular ministra Fátima Báñez que llegó a pedirle más empleo a la Virgen del Rocío. Luego están también esa especie de versiones populares que rozan lo contrarreligioso, como la alcaldesa onubense, Pilar Miranda, quien, en una versión de aquelarre malévolo y partidista, se atrevía (presuntamente) a limpiar de malos espíritus la casa consistorial y, de paso, pedir que Pedro Sánchez no fuese investido presidente al día siguiente.
Las recientes declaraciones del portavoz de la Junta de Andalucía, Ramón Fernández Pacheco, que anunciaban que Moreno Bonilla se trasladaría la próxima semana al Vaticano para visitar al Pontífice y, entre otras cosas, pedirle «que intermedie» ante quien «corresponda» para que llueva en Andalucía no son un desliz ni algo inocente. Convertía así, el portavoz popular, al anfitrión de una visita institucional, ni más ni menos, que en intermediador celestial de la gestión política en Andalucía.
No olvidemos que recientemente el Gobierno andaluz, con Doñana por protagonista, se enfrentaba al delicado momento de tener que retirar su decreto estrella ante una gestión incoherente en materia hídrica: pretender ampliar hectáreas de regadío incluyendo las ilegales en el entorno del Parque Nacional y, a su vez, anunciar posibles restricciones contra la sequía.
Parece que el verdadero sindiós en que se ha convertido la gestión autonómica ya solo encuentra como salida el salvoconducto de la fe para solucionar los problemas de los andaluces.