«Todo enamoramiento es una especie de paréntesis, una pausa en el orden normal de las cosas. Cuando se enamoran, los adictos al trabajo empiezan a irse a casa a las cinco, los madrugadores se levantan al mediodía, los cínicos miran el mundo con chiribitas en los ojos y celebran su belleza.» Kathryn Schulz, «Una estela salvaje».
Hace unos días terminé este hermoso ensayo de la estadounidense K. Schulz que habla de las pérdidas, los hallazgos, el duelo y el amor en varias de sus facetas. No sé si porque soy muy sensible o porque el libro bien lo merece, lloré durante su lectura y me pasó con él lo que me suele ocurrir con los buenos libros: que, casi sin darme cuenta, comencé a aminorar el ritmo de lectura porque sabía que terminarlo me dejaría un tanto huérfano, un poco vacío.
«Una estela salvaje» llegó a mi vida mientras comenzaba a salir de una situación complicada; llegó en tiempos de pérdidas pero, sobre todo, en tiempos de hallazgos. En definitiva, llegó a mi vida en el momento propicio.
Soy de los que piensan que el amor, cualquier tipo de amor, si es de verdad y termina diluyéndose, deja huella, marca, te toca por dentro y hasta te transforma y te aboca a ser la persona que no eres. El amor es implacable, no se anda con remilgos, cuando llega, sabes que ha llegado, y si es de esos amores que han estado ahí siempre, maternal, fraternal, familiar en definitiva, hay que tratarlo con mucho respeto y sumo cuidado, pues el amor también puede llegar a ser nocivo, tóxico y un poco egoísta y aunque no soy psicólogo para demostrar esto con suficientes argumentos, sí que sé de lo que hablo por propia experiencia.
Cuando eres altamente sensible, enamorarse se convierte en una ardua tarea, una misión compleja. Las personas sensibles sienten, sentimos todo de manera mucho más apasionada, y ponemos dedicación y empeño para que nuestra historia se acerque lo máximo posible a una perfección que puede que sólo exista en nuestra cabeza (o no), una perfección posiblemente creada por nosotros mismos que, con toda probabilidad, acabará devorándonos. Podríamos decir que a las personas altamente sensibles nos gusta que nuestras historias de amor se parezcan a las de las películas que vemos o a la de los libros que leemos, esto incluye también, como no podía ser de otro modo, los dramas; y algunos de nuestros dramas realmente son guiones de cine que no se escribirán nunca. Esto que ahora retrato aquí casi en clave de humor, provoca en este tipo de personas, en mí mismo, mucho sufrimiento.
Si a la alta sensibilidad, se une además que la disponibilidad al amor nos llega a algunos ya bien entrada la cuarentena, la cosa se complica bastante. A esas edades, las hormonas siguen funcionando, de eso no hay duda, pero se confrontan bien pronto a la razón. Y el tiempo de la hormona suele ser muy breve porque la razón se impone rápido cuando empiezan a ponderar factores tan importantes como la comodidad, las personalidades, las manías, los gustos sexuales o los traumas arrastrados de relaciones anteriores y que no quieres volver a despertar.
Amar a partir de los cuarenta se convierte, según te vas adentrando en la década, en una especie de deporte de riesgo, en un campo de tiro del que es muy difícil salir ileso. Sin embargo, soy de los que piensan que el amor sano, el amor correspondido, el amor bien entendido, siempre merece la pena. No importa que lo vivas como una especie de maremoto a punto de inundar la ciudad de Cádiz, tampoco importa que centres por unos días tu vida en alguien o que escuches canciones y pienses en esa persona que te ha trastocado el corazón. Da igual si por un tiempo andas un poco absorto y con media sonrisa bobalicona en el rostro imaginando situaciones que te encantaría vivir al lado de ese ser que te ha removido de tan hermosa forma sin pretenderlo.
El amor -el enamoramiento, si quieren- propicia buenas charlas, grandes momentos de sexo donde entregas tu esencia, lo mejor de ti; el amor propicia sonrisas perfectas, besos inolvidables; propicia volver a ver tu película favorita mientras aprietas fuerte la mano del amado y tomáis una copa de vino. El amor propicia un paseo bajo el frío de una ciudad cualquiera o que se erice tu piel mientras recibes un beso suave a la altura de la nuca. A los que escribimos, el amor nos ayuda a que los poemas nazcan sin esfuerzo alguno; incluso tiene la gran virtud de convertir en poetas a gente que no había escrito nunca. El amor correspondido a partir de los cuarenta, siempre merece la pena, aunque sea corto, porque te permite volver a vivir ese misterio insondable que consiste en encontrarte con alguien al lado cuando despiertas en mitad de la noche; rozar una piel que tiembla cuando la acaricias; acercar tu pie a otro pie y saber que al lado hay un corazón que late, un ser que siente y que se despierta en la mañana y abre sus ojos grandes y simpáticos y te regala su primera mirada. Y, ¿quién sabe? Lo mismo un día, la química vence a la razón y ya las manías pasan a un segundo plano y el sexo se convierte en el mejor que has tenido en tu vida y decides que puedes adaptarte a esa personalidad con todas sus taras y, de golpe, no te importa compartir tu comodidad con alguien mientras se respeten los silencios y la íntima soledad de cada uno.
Quizá, un día, los traumas anteriores sólo se conviertan en lecciones de vida y dejes que todo fluya; quizás el amor a partir de los cuarenta deje de ser tan complicado y la alta sensibilidad sea sólo una oportunidad para querer más y mejor, y para sentir profundo, como cuando vas al mar después de mucho tiempo y sientes, de golpe, la brisa y el salitre y percibes ese sonido mágico de las olas al acariciar la arena y todo desaparece; y sólo estáis tú y el mar, como dos amantes que se conocen y empiezan a descubrirse y se dejan llevar por las mareas…
Antonio García Macías.
Bibliotecario y poeta.